domingo, 18 de julio de 2010

APAGABA LA MÚSICA CUANDO HACÍAMOS EL AMOR


Quienes me conocen saben de mi devoción por la música. Cuántas veces he cerrado los ojos para que los audífonos me transporten a mágicos universos de donde no he deseado volver. Por ello la siguiente confesión no está exenta de la innoble sensación que nos produce la ingratitud (hacia la música, fiel compañera). Hay quienes les agrada escuchar canciones suavecitas cuando hacen el amor. Yo prefería ser tocado por la celestial melodía de tus gemidos. De aquellos susurros que oscilaban entre la más angelical ternura y la más enloquecedora pasión. Estas entrecortadas palabras habían sido hechas para hacerme tocar el cielo, y hoy se empobrecen al escribirlas. Por ejemplo, sollozos como: ¡Te amo!, ¡Nunca me dejes!; o más aún ¡Soy toda tuya!, no eran frases para la semántica. Eran divinos dones que me ofrendabas con el más ardiente amor. Habían sido creadas para ti, pues sólo en tu boca despertaban emociones desbordadas de místico embelesamiento. No sólo eran aprehendidas por mis oídos, sino agitaban cada una de las células de mi deslumbrado ser. Y es que estaban férreamente ligadas a tu piel blanca, suave y ardiente. A tu dorado cabello cuya fragancia quería eternizar en mis sentidos. A tus labios rojos y humedecidos de ese néctar que me prodigabas con tanto amor. Por eso prefería el silencio para poder sentir todo lo que decías en  su indescriptible belleza. Disfrutar de tu voz en la plenitud de cada segundo. Embriagarme con ellas y tatuarlas en mi piel para evocarlas en estas noches de soledad. Como ahora que la nostalgia se confunde con el ansia de volver al paraíso de tus deliciosas palabras...

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