lunes, 28 de febrero de 2011

ANA Y LAS BRONCAS EN SU HONOR

Solíamos jugar a la pelea frente a la casa de Ana, sólo para que nos mirara y discerniera (con desgano), quien era el más valiente. Ella debía tener 13 años y tenía la voz ronquita. El cabello le llegaba a los hombros y siempre andaba un vestidito floreado que se ceñía a sus púberes pechos, pero amplio de la cintura hacia abajo.

Había llegado de otro sitio a vivir con su tía “Sole” sólo para causar el más grande revuelo de esa época. Nunca tuve el valor de abordarla para conversar, pero el día que la escuché pronunciar mi nombre no dormí de alegría. Todos alardeábamos que la habíamos besado. Inventábamos historias, incluso con testigos comprados que aseguraban que lo contado sobre ella era verdad.

Hasta que aquella vez que nos descubrimos cuando nadie se puso de acuerdo sobre un detalle esencial en la historia de Ana. Todos asumíamos tácitamente que besaba con los ojos cerrados, pero alguien más viejo (y más “mosca”) dijo que los abría. Ese fue el inicio de la discusión y de la rivalidad del grupo. Los que seguíamos asegurando que cerraba los ojos, y los que insistían que le gustaba abrirlos.

Poco a poco Ana dejó de ser el centro de atracción. Ya más grandes, nosotros comenzamos a entrar a los bailes y conocimos a otras chicas y nos enamoramos. La última imagen que tengo de ella no es directa sino relatada. Uno de los muchachos contó una vez que se ganó cuando el finadito Pedro (murió en un accidente) la recostaba contra una carrocería, (no diré los detalles), pero no importa, porque ya habíamos dejado de imaginar escenas con ella…

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