miércoles, 26 de octubre de 2011

EL DESCUBRIMIENTO DE LA MELANCOLÍA

Quizá la primera sensación de desolada orfandad, aquella que engendró a las demás, ocurrió a los 10 años. Habían pasado unos cinco  desde que habíamos dejado la casa hacienda, ubicada en medio de frutales y sembríos, para ir a la ciudad a estudiar.
El día en mención había muerto mi abuelo Gilberto,  y me encargaron ir a avisarle a mi papá que aún trabajaba en ese lugar.
Cuando llegué contemplé los enormes cultivos tratando de buscar los bellos recuerdos de mi niñez, como cuando mis hermanos me habían  construido un barco con una mitad de cilindro cortada a lo largo. Era espectacular sentirme un capitán de mar a bordo de mi navío aquellas mañanas de sol en medio de las plantas de higos y ciruelas. Pensé recuperar esas alegres sensaciones, pero el canal aquel agonizaba totalmente seco con algunas malezas y espinas. Los frutales también se habían secado. En ese entonces no sabía aquello del abandono y de la crisis de la agricultura. Sólo sentía que me habían robado esos momentos inolvidables, cuando corría  y jugaba con mis primos y hermanos.
Es posible que la muerte del abuelo, sobre la que no quería pensar, haya influido  sobre mi percepción del campo (Freud y el inconsciente de nuevo). El hecho es que lo recorrí durante casi una hora buscando una sola de las imágenes de esa desbordante etapa. Las lomas donde buscábamos caracoles y chaquiras habían sido barridas por niveladoras. Ya no estaban las gallaretas que King (el noble pastor alemán que un día me salvó de ahogarme), solía cazar y traerlas vivas. Caminé y caminé solo y cabizbajo. Algunos trabajadores me reconocieron, pero no se atrevieron a hablarme, ni yo a ellos.
Esa aciaga mañana sollozaban mis más dulces vivencias en medio del silencio de la contemplación de sus ruinas. Sin un motivo para la festiva  fantasía busqué a mi padre y le comuniqué la trágica noticia. Él era fuerte, o al menos, procuraba aparentarlo frente a nosotros. Regresamos juntos a la casa. Seguro que alcanzó a ver la soledad que me invadía. Pero nunca preguntaba nada. Sólo nos compraba cosas. Unas golosinas y unos refrescos me distrajeron un momento.
Hubiese querido que me abrazara y me dejara llorar en su hombro, pero también yo había aprendido a aparentar que “todo estaba bien”. Sucedieron muchas cosas en las exequias de mi abuelo, que no revelaré por ahora. Lo que verdaderamente importa es que ese día conocí la melancolía existencial que me acompaña desde entonces.
Pasaron muchos años. Amé más de una vez y también me amaron, pero esa  actitud de ausencia o de vacío, que Patty fue la primera que entendió (y desconcertó a Kelita años después), me echó a perder bellos momentos. Comencé a escribir para encontrarle un cauce a esa tristeza estructural (el concepto es forzado). Y aquí estoy ahora esperando que Dylan Axel vuelva del colegio. Algunas veces (quizá es mi idea) pareciera que se queda mirando al vacío por unos segundos y me reconozco en esa mirada. Entonces lo abrazo y lo hago reír a carcajadas. Sólo en esos momentos siento que puedo recuperar (o inventar)  mis más bellos recuerdos de infancia…         

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