domingo, 30 de enero de 2011

EXCRETANDO LA ENVIDIA

De todas las miserias humanas, es la envidia una de las más corrosivas y degradantes del alma. Es difícil identificarla y desterrarla porque sabe enmascararse muy bien en supuestas virtudes como la competitividad, el afán de éxito, el inconformismo, la rebeldía, la irreverencia, etc., etc. Quién me asegura que quizá combatimos a Juan Luis Cipriani porque envidiamos su poder de influencia en la gente, o su opulencia. Sin embargo, no sólo envidiamos aquello que no tenemos. Llegamos a esforzarnos en no dejar que otro posea lo que ya poseemos nosotros. Por ejemplo, envidiamos el carro que compró el vecino similar al nuestro, porque queremos ser los únicos que lo tenemos. Oscar Wilde decía que cualquiera es capaz de compadecer los sufrimientos de un amigo, pero que hace falta un alma verdaderamente noble para alegrarse con los éxitos de un amigo. No obstante es ran vana que una vez que conseguimos lo anhelado, simplemente lo desechamos, cuando dejamos de sentir la superioridad de quien lo poseía primero. La envidia no construye. Por el contrario aniquila todo, incluyendo a nosotros mismos. Nos puede proporcionar el goce efímero de llegar a la cima, pero inmediatamente sentimos que no valía la pena aquello por lo que luchábamos. Podemos (y solemos) envidiar la esposa joven y bella del amigo y, si acaso consiguiéramos que se vaya con nosotros, comenzaríamos a “culparla de nuestra culpa” haciéndole la vida insoportable. Cuantas desgracias se han engendrado en las sombras de la envidia, y cuanta amargura y desamor gratuito hemos logrado como “recompensa” al dejarla anidar en nosotros. Por ello, ahora mismo trato de que esa envidia que me echó a perder tantas cosas bellas, salga de mí en forma de palabras, y de esta forma sentirme mejor…

miércoles, 19 de enero de 2011

A PROPÓSITO DE CAJERAS BELLAS

Hoy se fue el sistema justo cuando estaba en la ventanilla de un banco. Quizá si hubiese formado cola para cobrar me habría dado cólera, pero como iba a pagar me dio igual. Saqué el libro que suelo llevar para no aburrirme y comencé a leer. Simultáneamente miraba a las cajeras. Todas ellas eran jóvenes, bellas y amables. No podía ser de otra forma, pues constituyen el rostro visible del banco. Ninguna llegaba a los 30 años. Es previsible que cuando lleguen a perder la lozanía juvenil sean promovidas a jefes de sección o a ejecutivas, siempre y cuando se capaciten. El hecho es que ya no serán exhibidas en vitrina como atractivo. Algunas se casarán con un jefe y asegurarán, al menos económicamente, su futuro. Las menos afortunadas simplemente serán despedidas cuando cumplan su ciclo.

Me pregunto qué sucederá con las chicas no agraciadas físicamente, pero inteligentes y competentes. La mayoría trabaja en las oficinas del segundo piso. Es evidente que al banco le interesa sobre todas las cosas que le produzcan dinero. Consecuentemente las “nerds” y dinámicas, trabajarán en su oficina en la elaboración de proyectos o dirigiendo a sus agentes bancarios. El punto es que tenga poco contacto directo con los clientes.

Pero esto no sucede sólo en los bancos, sino casi en todos los oficios. Por ejemplo, los más competentes egresados de Ciencias de la Comunicación optaron por trabajar en prensa y ganan poco. En cambio las más agraciadas compañeras chaparon un puesto de relacionista pública y ganan el triple de los qu ejercen el periodismo. Es decir, la belleza es un capital muy rentable en estos tiempos de consumismo y del imperio del marketing. La pregunta es ¿Y a los varones que no somos, ni agraciados ni jóvenes, y no nos dejamos explotar por algún medio informativo? Pues, es casi seguro que sólo nos queda escribir (como yo ahora), y si te vendes al sistema, dictar clases en algún centro superior. ¡Vaya, si en el fondo el estudio es lo decisivo!!!

miércoles, 5 de enero de 2011

SOBRE ANA KARENINA Y MADAME BOBARY

Hay dos cosas que mantienen unidas una pareja cuando ya la ternura y el deseo se han marchado. Se trata de la dependencia mutua, y el temor a quedarse solo. La primera puede ser de cualquier índole, pero principalmente es familiar (léase hijos de por medio) y económica. La segunda por su parte, se alimenta de los prejuicios sociales resumidos en frases como “l@ dejaron”.

Ambas son fuertes, a tal punto de llegar a compensar una vida tejida sólo de convencionalismos y rituales. Preferimos la “seguridad” y el confort de una casa y el “estatus” de un apellido, antes que las emociones intensas que se ocultan tras las máscaras que se colocan cada mañana. Un termómetro infalible de que una pareja se ha resignado al formalismo externo es la frecuencia con que la pareja hace el amor (que no es lo mismo que tener sexo). Se puede llegar al límite en que sólo ocurren cuando ambos están algo ebrios, y por lo tanto se desatan los impulsos domados por la obsesión hacía el trabajo y/o hacía el dinero.

Es por ello que heroínas como Ana Karenina y Madame Bovary, antes que suscitar nuestro repudio por su infidelidad, se nos muestran como mártires del amor, aunque Tolstoi y Flaubert las hayan hecho pagar con la vida su valentía. Y es que ellas se atreven a realizar aquello que nosotros ansiamos hacer en nuestros arranques de romanticismo.

Consecuentemente los amores de toda la vida no son otra cosa que vínculos entre dos almas que han llegado a enajenarse o auto engañarse que son felices. Las reuniones con las amigas o las compras lujosas actúan como catalizadores de la sed de sentirnos amados o deseados.

Sin embargo, nada es seguro. Dependiendo del grado de temor a lo desconocido, puede uno de los dos conocer a otro ser tan encantador o apasionado que les dará fuerza para otorgarse la última oportunidad de vivir fuertes emociones. El precio para la mujer es mucho más doloroso que para el hombre. La estigmatización e incluso el destierro serán moneda común a partir de su infidelidad.

Lo peor sucede cuando se equivoca y el “caballero” destinado a rescatar a la princesa de su encierro, no es más que un aprovechador cuyo único objetivo era algo de sexo prohibido. En este caso, y volviendo a Tolstoi y a Flaubert, sólo la dignidad de la muerte puede limpiar la honra.

martes, 4 de enero de 2011

NAVIDAD, EL PRINCIPITO Y DYLAN AXEL


Antoine de Saint-Exupéry, autor de “El Principito”, uno de los más bellos cuentos de todos los tiempos (traducido a ciento ochenta lenguas y dialectos), pedía disculpas por dedicar su libro a un adulto (su amigo León Werth), quien por esa época (II Guerra Mundial) pasaba hambre y frío en Francia, y tenía por consiguiente, una gran necesidad de ser consolado.
Consciente de que nunca escribiré palabras de tanto contenido y de tanta belleza como: “Sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos”, pediré disculpas (si fuera necesario) por escribir sobre mi pequeño hijo Dylan Axel en esta navidad. En el momento que pugno con el lenguaje, él mira sus láminas de animalitos, y como todo niño que está aprendiendo a hablar, le dice “el gua gua” al perro, y “muuuu” a la vaca.
Esta sola experiencia, las primeras palabras que dice un niño, como casi todas sus inocentes travesuras, están cargadas de un encanto que la “adultez” nos impide disfrutar (el alma a veces se envejece antes que el cuerpo), pero, parafraseando a Saint-Exupéry, estoy seguro de que los niños lo comprenderán a plenitud.
Desde hace unos diez años vengo escribiendo relatos, en estas páginas, cada 24 de diciembre. En casi todos contaba sobre niños pobres (la mayoría mis alumnos), cuya navidad no era precisamente una fiesta de juguetes y lucecitas. Con mucha suerte, una taza de tibio chocolate le ponía un poco de calor a su noche buena. Algunos trabajaban a la misma hora en que nació el Salvador. Para otros que vivían en el campo, era como una noche más, pues temprano se iban a dormir.
Entonces escribía cosas un poco tristes, pero hace dos años Dios y la vida me bendijeron con un hermoso hijo (todos los hijos lo son). Dylan Axel me ha prodigado la más grande felicidad del mundo y, de nuevo pidiendo disculpas a todos esos niños que hoy no tendrán regalos ni árbol, trataré de compartir. Corrijo, Dylan Axel y yo trataremos de compartir algo del verdadero sentido de esta celebración.
Aunque por aquello de que los hijos deben disfrutar de lo que nunca tuvimos los padres, le hemos comprado algunos juguetes (a Dylan Axel). Al comienzo le entusiasman, pero luego regresa a su viejo carro en el que aprendió a caminar y corre sin agotarse. La lección que me está dando, con su sabiduría de niño, es que no necesita grandezas para ser feliz.