martes, 4 de enero de 2011

NAVIDAD, EL PRINCIPITO Y DYLAN AXEL


Antoine de Saint-Exupéry, autor de “El Principito”, uno de los más bellos cuentos de todos los tiempos (traducido a ciento ochenta lenguas y dialectos), pedía disculpas por dedicar su libro a un adulto (su amigo León Werth), quien por esa época (II Guerra Mundial) pasaba hambre y frío en Francia, y tenía por consiguiente, una gran necesidad de ser consolado.
Consciente de que nunca escribiré palabras de tanto contenido y de tanta belleza como: “Sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos”, pediré disculpas (si fuera necesario) por escribir sobre mi pequeño hijo Dylan Axel en esta navidad. En el momento que pugno con el lenguaje, él mira sus láminas de animalitos, y como todo niño que está aprendiendo a hablar, le dice “el gua gua” al perro, y “muuuu” a la vaca.
Esta sola experiencia, las primeras palabras que dice un niño, como casi todas sus inocentes travesuras, están cargadas de un encanto que la “adultez” nos impide disfrutar (el alma a veces se envejece antes que el cuerpo), pero, parafraseando a Saint-Exupéry, estoy seguro de que los niños lo comprenderán a plenitud.
Desde hace unos diez años vengo escribiendo relatos, en estas páginas, cada 24 de diciembre. En casi todos contaba sobre niños pobres (la mayoría mis alumnos), cuya navidad no era precisamente una fiesta de juguetes y lucecitas. Con mucha suerte, una taza de tibio chocolate le ponía un poco de calor a su noche buena. Algunos trabajaban a la misma hora en que nació el Salvador. Para otros que vivían en el campo, era como una noche más, pues temprano se iban a dormir.
Entonces escribía cosas un poco tristes, pero hace dos años Dios y la vida me bendijeron con un hermoso hijo (todos los hijos lo son). Dylan Axel me ha prodigado la más grande felicidad del mundo y, de nuevo pidiendo disculpas a todos esos niños que hoy no tendrán regalos ni árbol, trataré de compartir. Corrijo, Dylan Axel y yo trataremos de compartir algo del verdadero sentido de esta celebración.
Aunque por aquello de que los hijos deben disfrutar de lo que nunca tuvimos los padres, le hemos comprado algunos juguetes (a Dylan Axel). Al comienzo le entusiasman, pero luego regresa a su viejo carro en el que aprendió a caminar y corre sin agotarse. La lección que me está dando, con su sabiduría de niño, es que no necesita grandezas para ser feliz.

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