domingo, 11 de mayo de 2014

LA NOCHE DE LOS DONES


Ella recién había ingresado a la universidad y yo era presidente del Centro Federado de mi facultad. Habíamos organizado una fiesta para recaudar fondos para comprar libros. Terminadas las coordinaciones y trabajos de la fiesta, bebí casi una cerveza yo solo para envalentonarme, y me escurrí hasta la pista de baile tan sólo para sacarla a bailar. Vestía ese vestidito floreado que se agitaba sobre sus piernas, pero nunca dejaba ver lo que anhelábamos casi todos en la universidad. Entonces ni siquiera le di tiempo para duda. La miré a los ojos y a los segundos ya estábamos junto a las demás parejas. Esa tarde - noche me convertí en el ser más afortunado de toda la universidad. Si bien gasté dinero para poder tratarla como una reina, al final logré mi cometido, llevarme a la chica más codiciada de toda la fiesta (quizá exagere un poco, pero así lo sentía). Fuimos a su casa. Me hizo esperar casi una hora, pero salió más esplendorosa que nunca, y ahí me percaté que tenía más de un vestidito floreado. Me contó entre risas que ya se había dado cuenta que siempre la quedaba mirando, pero que aunque a ella no le interesaba la política, sentía curiosidad por conocerme…
Esa noche las cosas fluyeron solas. Como movidas por una fuerza cósmica, todo funcionó de maravillas, pero un pacto de honor me obliga a no revelar detalles de nuestro encuentro. Sólo diré que esa noche me embriagué con los labios perfectos. Húmedos y carnosos se entregaron para mi insaciable sed de amar a lo largo de dos horas, las cuales sentí como dos minutos. Su cuerpo junto al mío, se elevó al elixir sagrado para mis pulsiones de universitario. La amé con la devoción por lo celestial, pero también con la premonición de que no podía ser real tanta belleza, y no me equivoqué. Llego aquí a la parte más dura. La sagrada cumbre de esos momentos se derrumbó hacia el abismo de la desolación al escuchar sus palabras. - Tengo mi enamorado - me dijo como quien despierta de un sueño, - y somos pareja desde los quince años, él ya se va a graduar de ingeniero, y el año que viene pedirá mi mano. Nuestras familias se conocen, y para ser sincera, yo también lo quiero mucho -. Sentí un golpe que luego se convirtió en hielo en toda mi sangre. Le supliqué, le lloré, me arrodillé ante ella, pero la determinación era indeclinable. Me consoló, llamó un taxi y me embarcó hacia mi casa…
Esa noche me fueron otorgados los dos extremos de la vida. El goce más grandioso, y el dolor más hiriente jamás superado. Hoy después de varios años aun sigo recordándola y preguntándome si acaso no fue un sueño que adquirió la solidez de la realidad para luego desvanecerse nuevamente en el territorio de lo ideal, de lo maravillosamente soñado por mis veintitantos años…

MAMÁ EN EL CAMPO

Estos recuerdos son lejanos (las imágenes, más no las sensaciones). Tanto así que a veces me parece que es a otro niño, como en una película, a quien contemplo en sus primeros años cuando vivía en el campo. La casa hacienda estaba construida sobre una gran loma que según los campesinos había sido un cementerio de la cultura Vicús. Algunas tardes de fin de semana nos sentábamos sobre grandes troncos de madera y mi madre nos contaba historias bíblicas que despertaban nuestra imaginación. Mi padre llegaba ya avanzada la noche en su caballo, quien conocía el camino de regreso, pues no se perdían en plena oscuridad. Nunca nos sentimos solos en medio de los sembríos, escuchando sólo los animales de carroña. Desconozco si mi madre se sentía así, pero sí se aseguraba de ahuyentar la soledad de nuestro lado. Ella aún era joven y linda, y hoy me pregunto cómo una mujer así había llegado a vivir en un lugar donde no había diversión alguna. Bueno, la radio entretenía un poco, pero (mirando en retrospectiva) las noches de sábado y de domingo eran desoladas…
En realidad habría que trasladarse a esos momentos para leer con cierta certeza el corazón de mamá. Éramos tres hermanos entonces, y yo era el tercero, y por cierto el engreído de ella (y aún pienso que lo sigo siendo). Precisamente, mirando mis pequeños hijos, ahora entiendo que los niños son la felicidad en sí mismos. Corrijo y resalto la frase. “Si ellos son felices, también lo somos los padres”. Por ello mamá no necesitaba fiestas, ni paseos, ni regalos para ser feliz, pues nos tenía a nosotros para llenar su vida. Ahora, nosotros la tenemos a ella, y algunas tardes cuando voy a su casa y nos sentamos a conversar y a ver televisión juntos, vuelvo a sentir esa seguridad que de niño me despertaba su presencia…

jueves, 8 de mayo de 2014

LA FE DEL CORAZÓN

Ella tenía treinta y era la mujer más fogosa de esos lares. El tenía veinte y era de los muchachos de inocentes sentimientos. Ella lo amaba sin condiciones, que es lo mismo que decir era la más feliz de la pareja. Lo veía como a un niño. Se había enamorado de su traviesa ternura que tantas dulces sonrisas le había hecho brotar. Pero él conservaba aún algunas viejas culpas que lo hacían sentirse libertino cuando terminaban de hacer el amor. Pero no podía dejar de desearla con insaciable furor, y de nuevo corría a sus brazos. Luchaba contra esas ancestrales enseñanzas religiosas que lo llenaban de pecaminoso arrepentimiento y lo llevaban a acudir al confesionario todas las semanas. El cura, instruido por la doctrina, le exigió dejarla, pues de otra manera lo conduciría al infierno.
Por eso aquella noche había llegado para despedirse. La consigna, dictaminada por el cura, era no dejarse conducir al placer, pues perdería las fuerzas para terminar. Y ahora ahí estaban ambos mirándose. Ella con el deseo en la mirada, y él con la culpa en las pupilas. Conversaron, confesáronse sus temores. A ella le daba pena perderlo, y a él le daba miedo el infierno descrito minuciosamente por el cura. Ambos lloraron, se abrazaron, se consolaron. Por un momento llegaron a sentir que nunca podrían vivir separados. Ella, secándose las lágrimas le suplicó quedarse esa noche. Otorguémonos la última oportunidad, le dijo. Sabe Dios que lo nuestro no es algo que siente la gente todos los días. Eso implicaba, quizá olvidar el inminente final, o quizá tenerlo más presente que nunca para entregarse a la más inolvidable despedida. Sus cuerpos respondieron al desafío y se entrelazaron con la más candente desesperación. La locura, el desenfreno, tocaba los límites del ansia por poseerse y fusionarse en un solo ente. Pero llegados al clímax. Cuando debieron haberse abrazado y dicho cosas lindas, el silencio, aquel del que se quiere huir, se abrió paso, y él se marchó de prisa sin decir nada directo a buscar al confesor. Éste, después de escucharlo, dictaminó que la única solución era el claustro del monasterio. Sin embargo, eso no funcionó. Por las noches la extrañaba tanto hasta que logró escapar por las paredes. La buscó, la amó una vez más y ella juró desaparecerle sus culpas. No volvieron a separarse. Mientras tanto el cura todos los días buscaba a su joven seminarista, culpando a la pecaminosa que lo había “condenado” al infierno…

ARAÑANDO LA PLENITUD


Me miraste burlonamente antes de decirme que el amor se acaba como todo en la vida. Un escalofrío bajó de mi estómago hasta mis pies y sentí por primera vez la amargura de los amores frustrados. Hice un recuento rápido y el balance determinó que era yo el responsable principal de todo esto. Mi excesivo afán de sobreprotegerte había terminado por asfixiar tu vocación por la libertad. Hice un esfuerzo supremo y recobré el aplomo. No obstante, te veía (mi corazón te veía) más linda que nunca. "Todo ese paraíso voy a perder" pensé para mis adentros, pero no cometería el error de suplicar tu clemencia, pues eso siempre agrava las cosas...
Hagamos el amor sólo una vez más antes del adiós, dije fingiendo una seguridad y una audacia de la que carecía en ese momento. Lo aceptaste, quizá como una expresión de gratitud. 
Entonces esa noche nos amamos con desesperación. Las lágrimas (no sabíamos si de tristeza o de felicidad) mojaron nuestros rostros. Nos entregamos por completo intercalando momentos de salvaje pasión con otros de sublime ternura. No queríamos que ese instante termine. Entonces, en pleno éxtasis, nos sentimos arrebatados de la realidad espacio-temporal, y moramos en lo que los teólogos llaman la eternidad. Había leído que ésta consiste en la conversión del presente, del pasado, y del futuro en un único estado. Y eso fue lo que experimentamos. Dios que habita en la eternidad y que nos ama incondicionalmente, nos otorgó el inmerecido don de fusionarnos en un solo ser (no dos sino uno) construido sólo de sensaciones, donde lo místico y lo erótico dejaron de ser opuestos. El amor de ese instante, desprovisto de tiempo, fue tan grandioso que me está prohibido revelar que pasó después (si acaso se puede hablar de un después). Y para los incrédulos: ¿No dicen acaso que el amor lo puede todo?