domingo, 11 de mayo de 2014

MAMÁ EN EL CAMPO

Estos recuerdos son lejanos (las imágenes, más no las sensaciones). Tanto así que a veces me parece que es a otro niño, como en una película, a quien contemplo en sus primeros años cuando vivía en el campo. La casa hacienda estaba construida sobre una gran loma que según los campesinos había sido un cementerio de la cultura Vicús. Algunas tardes de fin de semana nos sentábamos sobre grandes troncos de madera y mi madre nos contaba historias bíblicas que despertaban nuestra imaginación. Mi padre llegaba ya avanzada la noche en su caballo, quien conocía el camino de regreso, pues no se perdían en plena oscuridad. Nunca nos sentimos solos en medio de los sembríos, escuchando sólo los animales de carroña. Desconozco si mi madre se sentía así, pero sí se aseguraba de ahuyentar la soledad de nuestro lado. Ella aún era joven y linda, y hoy me pregunto cómo una mujer así había llegado a vivir en un lugar donde no había diversión alguna. Bueno, la radio entretenía un poco, pero (mirando en retrospectiva) las noches de sábado y de domingo eran desoladas…
En realidad habría que trasladarse a esos momentos para leer con cierta certeza el corazón de mamá. Éramos tres hermanos entonces, y yo era el tercero, y por cierto el engreído de ella (y aún pienso que lo sigo siendo). Precisamente, mirando mis pequeños hijos, ahora entiendo que los niños son la felicidad en sí mismos. Corrijo y resalto la frase. “Si ellos son felices, también lo somos los padres”. Por ello mamá no necesitaba fiestas, ni paseos, ni regalos para ser feliz, pues nos tenía a nosotros para llenar su vida. Ahora, nosotros la tenemos a ella, y algunas tardes cuando voy a su casa y nos sentamos a conversar y a ver televisión juntos, vuelvo a sentir esa seguridad que de niño me despertaba su presencia…

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