jueves, 8 de mayo de 2014

LA FE DEL CORAZÓN

Ella tenía treinta y era la mujer más fogosa de esos lares. El tenía veinte y era de los muchachos de inocentes sentimientos. Ella lo amaba sin condiciones, que es lo mismo que decir era la más feliz de la pareja. Lo veía como a un niño. Se había enamorado de su traviesa ternura que tantas dulces sonrisas le había hecho brotar. Pero él conservaba aún algunas viejas culpas que lo hacían sentirse libertino cuando terminaban de hacer el amor. Pero no podía dejar de desearla con insaciable furor, y de nuevo corría a sus brazos. Luchaba contra esas ancestrales enseñanzas religiosas que lo llenaban de pecaminoso arrepentimiento y lo llevaban a acudir al confesionario todas las semanas. El cura, instruido por la doctrina, le exigió dejarla, pues de otra manera lo conduciría al infierno.
Por eso aquella noche había llegado para despedirse. La consigna, dictaminada por el cura, era no dejarse conducir al placer, pues perdería las fuerzas para terminar. Y ahora ahí estaban ambos mirándose. Ella con el deseo en la mirada, y él con la culpa en las pupilas. Conversaron, confesáronse sus temores. A ella le daba pena perderlo, y a él le daba miedo el infierno descrito minuciosamente por el cura. Ambos lloraron, se abrazaron, se consolaron. Por un momento llegaron a sentir que nunca podrían vivir separados. Ella, secándose las lágrimas le suplicó quedarse esa noche. Otorguémonos la última oportunidad, le dijo. Sabe Dios que lo nuestro no es algo que siente la gente todos los días. Eso implicaba, quizá olvidar el inminente final, o quizá tenerlo más presente que nunca para entregarse a la más inolvidable despedida. Sus cuerpos respondieron al desafío y se entrelazaron con la más candente desesperación. La locura, el desenfreno, tocaba los límites del ansia por poseerse y fusionarse en un solo ente. Pero llegados al clímax. Cuando debieron haberse abrazado y dicho cosas lindas, el silencio, aquel del que se quiere huir, se abrió paso, y él se marchó de prisa sin decir nada directo a buscar al confesor. Éste, después de escucharlo, dictaminó que la única solución era el claustro del monasterio. Sin embargo, eso no funcionó. Por las noches la extrañaba tanto hasta que logró escapar por las paredes. La buscó, la amó una vez más y ella juró desaparecerle sus culpas. No volvieron a separarse. Mientras tanto el cura todos los días buscaba a su joven seminarista, culpando a la pecaminosa que lo había “condenado” al infierno…

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