jueves, 12 de noviembre de 2009

LECCIONES DE MISTICISMO

Cuando hacíamos el amor desaparecía en ambos todo atisbo de culpa y remordimiento. Tanta ternura y pasión devenía en una mística ceremonia. No éramos nosotros – yo estaba lleno de contradicciones y también ella quizá-. Era como una energía cósmica que nos envolvía. Entonces nuestra piel cobraba vida y se conducía en una danza sagrada cuya esencia es imposible describir.El fuego de sus labios, no sólo encendía mi sangre, sino también – y sobre todo – entibiaba mi alma que descubría el cauce de su realización plena. El contacto de su piel era a la vez que estremecimiento, consagrado elixir que me transportaba al cielo. Entonces la plenitud llegaba a mí en forma de mujer, y perennizar ese momento, era mi más codiciado anhelo Más que una excelsa remembranza, lo que trato de demostrar es que se puede elevar el sexo a una vivencia espiritual que es la cúspide de la dicha terrenal. Y no hablo del momento supremo del clímax, sino de cada uno de los besos, de los susurros y de las caricias que le otorgan a una persona (a ella) el carácter divino que hoy evoco con dulce melancolía.Era todo un conjunto de cualidades. Una mirada traviesa, una angelical sonrisa, el gesto de no querer entregarse, y otro totalmente opuesto. Decir que cada palabra se tornaba mágica en sus labios no es exageración. Era sólo amor elevado a las colinas de la más sublime poesía. Por primera vez tome consciencia de la imposibilidad de volver a esos límites de embeleso. Debía atraparlos completamente, tatuarlos en mi alma para que me proporcionen la energía en los momentos – como hoy – de orfandad y desamor. Fue demasiado bello. De vez en cuando vuelvo a ser feliz, sólo rememorando esos instantes y descubro que en una mujer se puede esconder Dios.

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